Para una fiel lectora del blog
Hay un conejito que vino de Ayacucho, llegó a la capital y se quedó acá. Dejó su mondonguito ayacuchano y las áreas verdes y largas. Los papás se quedaron en su ciudad y a veces se visitaban.
El conejito saltaba por la ciudad, iba de una lado a otro. Era un nuevo mundo Pokemón. El conejito se enamoró, pero no se dio cuenta que era un zorro con traje de conejo, aunque para este caso, más era un perro. Siguió saltando, feliz, porque fueron momentos muy bonitos en su vida.
Pero el zorro se quitó la piel y mostró su verdadero yo. El conejito salió herido, no había hecho nada mal. Pero así es la confianza, algo frágil que das y esperas que lo cuiden.
Poco a poco sigue saltando, va por la pradera, ahora en bicicleta por la pandemia. Piensa que a veces está solo, pero no sabe que la gente la acompaña de una u otra manera. Poco a poco va saliendo de la madriguera que creó como bunker para asilarse, y vuelve a ver el saltarín de siempre. Eso sí, sigue siendo verde.
Al final, las orejas de los conejitos no son tanto para escuchar si viene una amenaza, sino para escucharse a sí mismos, que es algo que olvidan hacer.
Es hora de que se sobe la patita, porque uno mismo elije su suerte.